domingo, 12 de diciembre de 2010

DICIEMBRE EN SEVILLA

Tarde de otoño en Sevilla, tarde gris preludio del invierno, bajo la mirada de la anunciada Navidad.

Cielo gris, hojas caídas, aire que agita las ramas de los árboles casi a punto de ser restos secos y huesudos, muerte a la resurrección de la vida.

Horas apacibles de la tarde, gris parda que resplandece con la Giralda al fondo del horizonte, y el Guadalquivir manso, humedad que abraza y hace tiritar.

El otoño se acaba, y el tiempo transcurre lento, hace frío, tarde desapacible y gris preludio del invierno.

Hojas caídas, gente en las aceras que deambulando rápidas, ateridas, sumidas en sí, calma que languidece acompañando la luz hacia el desvanecimiento, hasta transformar el paisaje que arropa los misterios que la imaginación teme o quiere que así sean.

Tarde gris de otoño en Sevilla, ante la mirada de su Giralda, tenue, melancolía, que se apaga muy despacio, despacio, cambiando la faz de las cosas, aterido por el frío, pero empapado de su belleza madura, que embriaga y seduce, vino fuerte y aromático, curado por el tiempo, eso es Sevilla, en esta tarde que quiere ser invierno.

Tarde gris y fría, melancolía de otoño.

CERRO CASTILLO

En la soledad de una loma batida por el aire invernal, estoy sobre las piedras de lo que antes fue una torre, llamada por los lugareños castillo. La fuerza del viento, mezclada con mi cansancio, provocan un estado singular de ausencia cotidiana, enervándome a estancias fuera de la realidad.

El pueblo al fondo, tras el río, ruidos de voces y coches ensucian el rumor puro de la Naturaleza; contemplo las nubes inflamadas en su rojizo canto de cisne, preludio de una noche tormentosa. Todo esto es lo que percibo desde la altura donde el tiempo dejó su impronta.

Vencidas y mudas las ruinas dormitan, aguardan los años y cambios de clima, perdiendo poco a poco su forma y fuerza hasta que llegue el instante de ser nada.

Encima de un cerro, pelado y tosco, vertical y casi inaccesible, se encuentran las ruinas de lo que antes se veía una torre, elegante y esbelta, desafiante de enemigos y vencedora de batallas no recordadas. Recortando el aire de la tormenta, rebosando de sol en el estío y cubierta de escarchas en el reino de Helor. Siempre imperturbable, fiel a sí misma, sobre la cima puntiaguda de un monte escogido. Árido sin grandes arbustos, sólo tierra y piedras, al borde del río Almanzora, vigilante del valle, del paso hacia la costa.

Desde allí Cantoria es observada, pasando horas, días... el tiempo infinito, testigo de como cambia la fisonomía de un pueblo, creciendo, mutando, viviendo. Montes pelados y moldeados se suceden sin fin en el horizonte, entre los cuales se abre paso, casi a la fuerza, el Valle del Almanzora, dando vida en su rivera, refulgente verde henchido de frescor y frutos, riqueza feraz hija de sus lodos.

El crepúsculo, sobre todo el otoñal, se convierte en magno festival de colorido múltiple, como sosegada sinfonía que tras notas triunfales decae en una melancolía infinita, balada suave que se extingue con lentitud, terminando en graves helados, preludios de las tinieblas nocturnas, reino de la fantasía. Siendo este festival que el cielo ofrece, espectáculo disfrutado desde sus truncados muros, donde el vértigo aparece y el cielo es acariciado.

Piedras, vosotras que portáis el secreto de la Historia, explicarme qué ha pasado con los moradores que guardabais, cómo ha transcurrido el tiempo oscuro de vuestro pasado, por qué estáis así, presas de las ruinas... y sin embargo señoriales, mostrando la impronta de la estirpe ciclópea a la que pertenecéis, huella imperecedera de los dioses en la tierra.

Cerro Castillo, cerro triunfal, cerro eterno.

ALMERÍA EN OTOÑO

Los colores del otoño lo inunda todo, sus tonos decadentes envuelven el ambiente haciendo surgir un sentimiento nostálgico de las esplendorosas jornadas estivales. Tiempo dorado que transforma en ascua ardiente los elementos del entorno, suaves contornos que expanden sus últimas radiaciones antes de fenecer en los días invernales, cuando estas imágenes sean cenizas sólo.

Los atardeceres, cada vez más anticipados, con colores ocres en las tardes apacibles o azulados grisáceos en los brumosos ocasos, hacen que nos concentremos en nosotros mismos. Pasear sobre las hojas abatidas, entre los desnudos árboles, se convierte en una experiencia de belleza estética y espiritual sin par.

Sol otoñal, cálido y acogedor, explosión dorada que ciega la mirada.

TARDE DE SAN ANDRÉS

Mientras el sol agonizaba, paneles y postes metálicos lanzaban explosivos destellos en heroica lucha con el gris manto que iba extendiéndose por doquier. El brillo áureo, destilado solar, cubría e inundaba la forma entera de los cuerpos metálicos, diluyendo sus volúmenes para perfilar figuras nuevas, que configuraban un fantástico escenario, donde el dorado triunfal cede paso al oro viejo, con rojizas tonalidades y verdes radiantes que aderezan el espectáculo.
Arden, tiemblan y viven, comunicando en su canto final la gloriosa jornada transcurrida, siendo este momento de belleza que se derrama por los campos, gemido melancólico del ocaso luminoso, que impregna la mirada de emocionante delirio visual que trasciende la retina.
Este extraordinario instante sacude el espíritu y transporta hacia mundos etéreos, en un estado gozoso que adivina lo insustancial del universo. Todo arropado por el torrente exprimido de la luz del instante final, convirtiendo en espacio acogedor y amable los campos que  me circundan.
Oro viejo que muta en ocre hasta diluirse en el vacío. Y ahora no hay nada... la luz se ha escapado y el gris ocupa su lugar, que fluye entre árboles, piedras y arbustos.Casas montañas, nubes y cielo tras el disco dorado, ocupando su lugar la oscura faz de la noche. Las tinieblas quieren atravesar el velo de la tarde, el frío condensa el ambiente, luces aparecen en el horizonte, temblorosas, melancólicas y anodinas. Es hora de recogimiento y reflexión. Un hálito de soledad nos rodea; otro universo donde la mirada se extingue toma asiento.
El frío se hace más intenso, mientras lentamente las luces inseguras de los edificios perdidos en la campiña toman fuerza, estrellas brillan en el cielo. La noche ha llegado.
Solo en el coche, me aíslo en mis pensamientos.