El asombro ante la escena descubierta,
el recuerdo permanente de tiempos pasados, ensoñados, saboreados en
la memoria, hace que el pintor se vea sumido en el torbellino de
sensaciones que quieren expresarse, las cuales son plasmadas en sus
cuadros.
La esencia de la emoción organizaba
el trabajo de Fernando González. Con ímpetu iniciaba la elaboración
de sus composiciones, reflejando la realidad vivida, la realidad
soñada, todas en una, brotando del centro del cuadro un torbellino
cromático que se aclaraba en su periferia, quedando desvelado el
testimonio de la imagen sentida, gozada ante la seducción de los
momentos de la luz triunfante.
Fernando González era un pintor
total, pues reproducía con maestría estampas tradicionales de
nuestra ciudad, impregnadas de un fuerte aroma granadino, rescatando
del olvido la vida sencilla, amable, y costumbrista de sus gentes. El
amor a Granada se hacía Pintura. Pero en estas piezas no se
conformaba con reproducir el estilo tradicional, sino que le infería
un ritmo particular, algo barroco, con imágenes y motivos
acariciados continuamente con su pincel, en un festival de colores,
densos, poderosos, que rompían la monotonía visual de la
superficie, para estallar en una composición figurativa de dinamismo
cromático. La claridad ordenaba el entramado del cuadro, situando,
según su intensidad el protagonismo de sus figuras.
Cuando abordaba temas actuales
centraba su acción en la monumentalidad de las grandes urbes, de la
metrópoli moderna. Piezas de impacto en su contemplación surgían
de sus manos, de inicial frialdad, estabilidad presentida, peso en su
apreciación, soledad, bajo cielos perennes, teñidos por
luminosidades doradas, grisáceas, azules manchados, bellos mares de
color. Pero tras esta apariencia se desarrollaba en la escritura de
su paleta un mundo caótico, ruidoso, en cambio constante, individual
en la colmena, supo traducir fielmente el espíritu de la sociedad
contemporánea.
Con ambos tipos de composiciones
expresó la tensión del cambio, la ruptura brusca del pasado, el
calor del recuerdo, la gélida esperanza del futuro, el periodo de
tránsito en el que estamos embarcados.
En sus retratos, Fernando González
organizaba los colores con precisión, imprimiéndolos con
rotundidad, sobre un dibujo de la faz exacto, que rompía el plano
para adentrarse en el alma del personaje, descifrando las
circunstancias que los atribulaban, la biografía marcada en la cara.
Era una historia inmensa la encerrada en el rostro, que el espectador
iba desgranando en su observación.
Fernando González permanece en sus
cuadros, en el estilo portado en ellos, en el mensaje que quiso
trasmitir en los temas representados. La fugacidad de la existencia,
la vida tranquila, sencilla, en armonía y amistad, el arrebato ante
el instante sorprendente en el que se vislumbra el halo de la
trascendencia, el ritmo de la Luz. Son varias las críticas que hice
a este gran artista plástico, y cada vez que repaso su producción
obtengo conclusiones nuevas. Fernando González no se agota en su
obra, sino que regenera su vitalidad en éstas, perdurando como
ejemplo de los grandes pintores granadinos.
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