CRISTO EN EL DESIERTO
La pintura del siglo XIX alcanzó
cotas de soberbia perfección, siendo sus protagonistas principales
los pintores rusos de la Sociedad de Exposiciones de Artistas
Itinerantes. Fueron estos artistas un grupo inconformista con el
academicismo imperante en las artes plásticas, que iniciaron un
camino creativo propio.
Uno de los impulsores de dicho
movimiento fue Iván Nikoláyevich Kramscói, 1837-1887, quien se
enfrentó a los cánones imperantes en la Pintura de la Academia
Imperial de las Artes, de San Petersburgo, por lo que le valió su
expulsión de dicha institución. Kramscói poseía ideas
democrática revolucionarias, e influenciado por el romanticismo
dirigió su mirada hacia la esencia del alma rusa, la cual veía
sometida al poder zarista y las modas occidentales. Buceó en el
espíritu de pueblo eslavo, a través de los retratos de todo tipo de
gentes de diversas clases sociales, pero prefiriendo siempre al
campesino ruso, detentador de las tradiciones más antiguas de su
cultura. En los retratos de siervos y campesinos, refleja en sus
cicatrices, y faz ajada, una vida de privaciones y trabajo,
iluminando en sus ojos el sometimiento secular de su existencia. Pero
traslucía en sus pupilas signos de vida, fuerza y ganas de ser
hombres libres.
Fue tal la calidad alcanzada por
Kramscói en su producción artística, que logró ser reconocido
entre los mejores, junto a sus compañeros de la Asociación,
traspasando las fronteras, superando otras producciones del realismo
europeo de aquellos años.
Kramscói llegó a ser considerado
como uno de los grandes retratistas de su época, llegando a pintar
al zar Alejandro III, así como a otros miembros de la aristocracia.
Pero en su trabajo plástico
sobresale, y eclipsa al resto de su obra, “Cristo en el desierto”.
Esta es una pieza limpia, descarnada,
en la que se sitúa a Cristo en medio de un páramo inhóspito,
pedregoso, bajo un cielo suave y monótono. Aparece en plena
reflexión, en las horas crepusculares, antesala de la oscuridad,
absorto de su entorno, en una soledad absoluta, plasmado en su
rostro un sufrimiento infinito, de espaldas al mundo de los deseos,
que se supone tras el horizonte. Muestra su Divinidad en la posición
insólita de una piedra, objeto de su mirada, que desafía las leyes
gravitatorias. Su dibujo es preciso, cortante, consiguiendo otorgar
existencia real al entorno, aplicando un colorido de tonos
tranquilos, sin estridencias, en un ritmo que simula eternidad, pues
todo parece detenido.
Obra magistral, genialidad de un gran
pintor.
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