La Catedral de Granada esconde en
su intimidad signos del Mundo Celeste, glorificación arquitectónica
de la vía sugerida por el constructor hacia la salvación. Diego de
Siloé pensó en el esplendor de la gloria, iniciando un recorrido
hacia una experiencia mística, superando la rudeza de las piedras,
ya domadas por el cincel, configurando un espacio impregnado de
sensaciones espirituales, que extraen el ánimo de la fugacidad
terrenal.
En su interior se percibe un clima
apacible, el peso de su sombra, la amplitud de su cobijo, la
eternidad de los momentos fugaces, que se congelan nada más son. El
orden percibido en su construcción
descubre
la repetición de elementos arquitectónicos, la eterna letanía que
se encierra en sí misma, circulo visual que invita a la extinción
de la percepción mundana, es una senda hacia el encuentro
espiritual.
Diego de Siloé transpuso en su
obra el laberinto del Oasis tupido, espejo de la noche del Alma,
preludio de la madrugada. Creó un espacio donde el espíritu se
anonada, pierde su importancia, sometido a la grandiosidad del vacío
interior de la Catedral, que le confiere etereidad a las estancias,
libertad y disponibilidad para ser llenado de la verdadera sabiduría.
Es un espacio sosegado que invita a la contemplación, en un ambiente
de resonancias rítmicas, expresión de un oasis de vida, en medio
del páramo desolado de la realidad.
Espacio protector, en la penumbra de su arboleda pétrea, donde la
diafanidad de la estancia crea un lugar para la reflexión, de
alejamiento del mundanal ruido, esperando el encuentro con la
Trascendencia. Organizó el constructor un universo espeso, barroco,
de columnas como troncos y vegetación geométrica congelada en las
piedras. Pasillos silentes, de repetición estética concentrada en
sí misma, peso en su estructura, resistencia al cambio, y amplitud
aérea en su interior, que invita al vuelo hacia las alturas. Posee
una visualización profunda, de trazado recio, que exprime la imagen
para extraer las esencias que el concepto del arquitecto encierra en
la estructura. Se
genera
una sensación
de
efecto pulsante, por el vaivén presentido del techo, hacia la tierra
y el cielo.
Es un bosque exuberante, de solidez
pétrea para reflejar la eternidad, la inmutabilidad del tiempo, el
resplandor de la figura del Amado, presente en toda su inmensidad,
mas es difícil encontrar, esquivo a la mirada, quedando sola el
alma. Soledad agobiante, en la noche de la vida, buscando la senda
hacia la Luz.
El techo, con sus adornos
entrecruzados, nos induce una sensación de orden en la complejidad,
de grafía simbólica que guarda el secreto de la Salvación.
Impresiona su imagen, en caída y ascensión simultáneamente,
pequeñez e insignificancia de la existencia ante la obra del
Creador, y liberación ascendente de la persona, escape hacia
terrenos inmateriales, ajenos a la contingencia del tiempo. El
arquitecto esconde en cada rincón de la Catedral signos visibles,
sólo presentes a los espíritus reflexivos, abandonados en su camino
interior hacia la Luz. No diseña en balde Diego de Siloé, sino que
escribe una crónica críptica, donde relata el mensaje místico de
la estructura del templo, construyendo sobre él otro invisible,
eterno, entorno espiritual espejo de los tesoros del alma que allí
contiene. La escritura simbólica de sus cenefas, y filigranas
ornamentales, encierran el mensaje del arquitecto.
Noche
estrellada,
cristalina, imponente. El peso del firmamento cubre, protege, y
permanece fijo, en una armonía estelar, símbolo de la perfección,
de la eternidad de la repetición infinita. Diego de Siloé imprimió
estas sensaciones en la superficie pétrea, en la organización de
los espacios, enmarcando las bóvedas, en los detalles repetitivos
que se suceden y cierran sin fin. El Universo inmutable, la
perennidad de la Creación, es representada en la Catedral, códice
del secreto divino,
libro escrito con grafía arquitectónica, grabados, rincones
perdidos, que potencian y sorprenden al visitante, anulando su
entendimiento, sometiéndolo a un mar de sensaciones. Es un diseño
inteligente, simbólico, de profunda sabiduría, donde están
plasmados el Cielo y la Tierra, imagen especular. Pero es una imagen
engañosa, pues la perfección celeste se refleja en la realidad
terrestre presa de la temporalidad permanente. Cambio e
inmutabilidad, transito de los fieles y perpetuidad de la piedra. Es
hábil el artista al interpretar estas ideas y trazarlas en sus
planos, surgiendo un bosque místico representado en ella, pues
desarrolla sus detalles en una lectura visual, trascendiendo la mera
construcción para expresar el misterio encerrado en sus paredes,
pasillos y columnas.
Se desprende fuerza en su
observación, tensión, anudamiento, explosión triunfal gozosa de
libertad aérea, abierta a un cielo organizado, soportado por las
sólidas columnas, símbolo de la Fe, unión con la Tierra, energía
vibrante que hace retumbar rítmicamente la estancia, llenándola de
rumor presentido, de cánticos adheridos a sus paredes, reciedumbre
que se transforma en clásica elegancia en su exterior.