Es
uno de enero, Año Nuevo, comienzo de otro ciclo, inmerso aún en el
exceso de las Fiestas Navideñas.
La
mañana es gélida, paseando entre árboles ateridos, desnudos, en un
camino solitario, bajo un ambiente cubierto por una tenue bruma.
Nace
el año, limpio de la exuberante vegetación, en claridades
grisáceas que ocupan el espacio todo, evocando dimensiones de
ensueño, pasajes de la niñez, reflejando un lugar pulcro, desolado
y vacío, producto de las buenas intenciones, listo para ser
completado con los pinceles de la vida, recreando de nuevo la
exuberancia del esplendor, el triunfo de vivir, presentido, deseado y
potenciado, por la ilusión de este momento. Transcurren los granos
de arena del reloj, caen, caen, caen… se llena el fondo, y la
ilusión permanece, la sorpresa aguarda, la fuerza de existencia
describe el futuro, se quiere vencer los deseos de la diosa fortuna,
las veleidades del azar.
Es
un paisaje de cenizas, tras la batalla de la creación desbordante,
que encierra en su seno el germen de nuevos brotes desafiantes de la
nada. Todo trascurre, todo pasa, se repite y cambia, trasformación y
perpetuidad, ese es el signo de la existencia.
Nada,
nudo nieve, novedad, necesidad, se aúnan en el horizonte de los
días, en su deambular saltarín entre los números del calendario,
cayendo cada mes, para reiniciar su ondulación en el siguiente,
hasta llegar al esplendor de la canícula, calor desbordante,
vegetación que supera la exuberancia, triunfo de la Luz, noche de
San Juan, magia y deseos, trayectoria de accidentes topográficos
cotidiana. Triunfo de la permanencia, de la vida y del tesón por
ser.
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