jueves, 18 de agosto de 2016

POR EL ALTIPLANO DE GRANADA






La entrada al Altiplano es brusca. Pasado Benamaurel camino a Huéscar, tras la curva, surgen rectas carreteras que nos internan en sus campos, hacia otro cosmos diferente, ajeno al movimiento, al caos, sellado por el silencio de las horas, sujeto únicamente al silbido del viento, en serena quietud, sometido todo al paseo solar. Cambian las sombras, navegan los nubes en medio de un espacio seco, a pesar de ser Primavera. Es una puerta hacia otra realidad, abriendo los límites de la existencia descarnada de artificios, libre de visiones y colores que distraen el pensamiento, encontrándose la persona en su yo auténtico.

 
 



Tras la curva dejamos Benamaurel, escondido en su hondonada, último punto hacia la desolación de los llanos sometidos a la intemperie, soledad del espíritu, dureza visual, tierra retorcida por la sequía, abrasada por el sol, aterida por los gélidos inviernos.



Hay un camino, vía hacia la nada, esperanzas estériles del agricultor, solo pasto para el exiguo ganado, sol y subsistencia. ¿Hacia dónde vas? Camino hacia la nada, seco reguero reflejo de luz, no se ve vida al fondo, solo desolación, tierras heridas que no responden con su fruto, vastedad y desierto, silencio y abandono.







La entrada está vigilada por una destartalada Torre, sumida en un sueño de siglos, de vientos cortantes, destellos cegadores, soledad en el tiempo, olvido de su pasado, pero ella ahí persiste, erguida y sola, en valiente desafío al paso del hombre; sueña con sus momentos heroicos, con las gestas de los guerreros, cuando con su presencia creaba sensaciones de seguridad. Ahí está, y resiste en las interminables jornadas hasta el agotamiento de sus piedras.


 


Me detengo a su vera, observo el paisaje, quedando exhausto ante la vastedad de su aridez, inmensa aridez, vacío extenso de una mancha libre de cultivo, abandonada por la escasez de sus frutos, vuelta a su estado agreste, seco, duro y descarnado.






Es un campo mustio, recogido, de secretos escondidos, arrugado por el tiempo, abandonado al olvido. Campo viejo, campo olvidado, superficie rizada por los vientos, solar de héroes, frontera de la historia, lugar de paso y soledad.





Es un campo mustio, recogido, de secretos escondidos, arrugado por el tiempo, abandonado al olvido. Campo viejo, campo abandonado, superficie rizada por los vientos, solar de héroes, frontera de la historia, lugar de paso y soledad.





Un inmenso azul que se desvanece en todas sus tonalidades, profundo y cristalino, es manchado por azarosos borrones blanquecinos que se transfiguran con el paso de la mañana en gris hacia el plomo. Rompen la diafaneidad del momento cristalino, emborronando el cielo azulado de espacios claros, grisáceos, que al ser rozados por los rayos solares relucen rosáseos, cuan aparición ante mis ojos. La quebrada línea del firmamento delimita este cuadro esplendoroso con ocres y claridades, tachonado de puntos verdes. Es un campo arrugado, arañado por el fragor de los vientos, aguijoneado por la fuerza de los meteoros. Es un espacio para la libertad, la reflexión, la evasión de la mirada, buscando la siluetas presentidas que por su accidentada superficie revolotean. Es un espacio dispuesto para seres extraordinarios, arpías, grifos, tifones, larvas… que aguardan al viajero para seducirlo y devorarlo. Es una frontera hacia lo imaginario. Límite de conquista, lugar libre.







El aire translúcido acaricia la costra blanquecina del solar de culturas milenarias, recogida en el sueño de la soledad. Las nubes en el horizonte prometen falsamente su húmedo regalo, mas es solo una quimera, pasarán de largo, o acaso les regalarán algunas migajas de lluvia.

 Es un entorno libre, dispuesto a la liberación de las formas para establecer en él los campos de la imaginación. Luz y soledad, ambiente cristalino reseco, y frio, roto por el silbido del viento. Es una isla vacía que separa la Hoya de Baza de las estribaciones de la Sierra de Castril, desde el cual parte el río del mismo nombre para insuflar verdor a sus barrancos, todo más allá de esta isla de vacío.


 


Desde la falda de la Sierra se observa el rotundo tajo, lecho del río Castril, oasis en la nada, desde esta ventana hacia la inmensidad del Altiplano. La Sierra de Baza al fondo. El tiempo cambia, las nubes rompen la monotonía de la atmósfera empañando su transparencia. Se tornan grises, quizá haya suerte y sacien la sed de la tierra.





Los almendros son ideales para cultivar estos campos, aguantan los veranos tórridos, soportan las gélidos horas invernales, y agradecen la escasa lluvia. La almendra es el maná en esta zona árida, moteada de tachones verdosos en las estribaciones de la Sierra



 
 

Castril está escondido en una oquedad, danzando las casas en torno al cerro con su castillo. Calles cuesta abajo, ambiente cerrado en sí mismo, durmiendo en la cultura de los siglos. Es un bastión del tesón humano ante la adversidad del clima, que vive volcado hacia su río, ribera milenaria que fue ya asentamiento de sus antepasados en el confín de los tiempos.


Tras Castril surge una transformación de la mirada, espejismo al principio, realidad cuando nos internamos en ella. La vegetación se hace frondosa, brava, oscura y densa, sustituyendo a los silfos del páramo por los duendes del bosque. Ocultos miran a los visitantes procedentes del límite desolado. Pero esa es otra historia.



jueves, 4 de agosto de 2016

RECORDANDO A MANUEL ÁNGELES ORTIZ

SOBRIA CALIDAD PICTÓRICA

Autor:Manuel Ángeles Ortiz. Título: Manuel Ángeles Ortiz y la Alhambra. Lugar: Antigüedades Ruiz Linares. Fecha: Hasta 31 de agosto.

Sublima Manuel Ángeles Ortiz la imagen de Granada en todas sus piezas. Evapora la consistencia matérica para plasmar la huella del recuerdo, la caricia que el paisaje imprime en la mirada, la emoción ante el resplandor de la luz, emanada en la sustancia térrea que sostiene el ambiente de la ciudad.
Sus cuadros constituyen auténticos relatos gráficos de la esencia nazarí, pues el pintor esquematiza la figura, convirtiéndola en grafía pictórica, transcrita con limpieza visual, trazos sinuosos, discontinuos, gruesos a veces, azarosos, nerviosos, ágiles, tímidos en su encuentro con la pulcra superficie del papel o lienzo. La línea viaja, se enrolla, se pierde en rectas hacia el infinito, en un contacto etéreo, frágil y leve, con el plano, impulsando ingravidez a la escena evocada, extrayendo del tiempo la estampa rememorada para expresarla con tensión evanescente, vibración sensitiva, rompiendo el pensamiento estático de la mirada clásica, para traducirla en un trayecto emocional hacia la felicidad de su encuentro. Cuando incorpora el color lo hace éste superpuesto sobre el dibujo, presentado compacto, de tonos grávidos, brillo silente, limitada su variedad, representando la umbría de los jardines, los cielos profundos, los verdes de las arboledas. Es puro amor a Granada, derrumbe del yo escrito en trazados chispeantes. Escribe el alma de la ciudad en cada pieza, unas veces como presunto boceto, en otras surge la obra tras el arrebato del artista, descrito en ella.
Manuel Ángeles Ortiz atraviesa la sustancia tangible de las cosas para penetrar en el flujo danzante natural, concentrado en un punto del espacio, lugar donde se asienta la Alhambra, el Albaicín, la eterna fuerza de sus monumentos.
Es un trabajo original, que arranca de moldes clásicos para introducirlo en el universo de la modernidad plástica, abordado desde una óptica personal, logrando crear un producto de sobria calidad pictórica.