La
entrada al Altiplano es brusca. Pasado Benamaurel camino a Huéscar,
tras la curva, surgen rectas carreteras que nos internan en sus
campos, hacia otro cosmos diferente, ajeno al movimiento, al caos,
sellado por el silencio de las horas, sujeto únicamente al silbido
del viento, en serena quietud, sometido todo al paseo solar. Cambian
las sombras, navegan los nubes en medio de un espacio seco, a pesar
de ser Primavera. Es una puerta hacia otra realidad, abriendo los
límites de la existencia descarnada de artificios, libre de visiones
y colores que distraen el pensamiento, encontrándose la persona en
su yo auténtico.
Tras
la curva dejamos Benamaurel, escondido en su hondonada, último punto
hacia la desolación de los llanos sometidos a la intemperie, soledad
del espíritu, dureza visual, tierra retorcida por la sequía,
abrasada por el sol, aterida por los gélidos inviernos.
Hay
un camino, vía hacia la nada, esperanzas estériles del agricultor,
solo pasto para el exiguo ganado, sol y subsistencia. ¿Hacia dónde
vas? Camino hacia la nada, seco reguero reflejo de luz, no se ve vida
al fondo, solo desolación, tierras heridas que no responden con su
fruto, vastedad y desierto, silencio y abandono.
La
entrada está vigilada por una destartalada Torre, sumida en un sueño
de siglos, de vientos cortantes, destellos cegadores, soledad en el
tiempo, olvido de su pasado, pero ella ahí persiste, erguida y sola,
en valiente desafío al paso del hombre; sueña con sus momentos
heroicos, con las gestas de los guerreros, cuando con su presencia
creaba sensaciones de seguridad. Ahí está, y resiste en las
interminables jornadas hasta el agotamiento de sus piedras.
Me
detengo a su vera, observo el paisaje, quedando exhausto ante la
vastedad de su aridez, inmensa aridez, vacío extenso de una mancha
libre de cultivo, abandonada por la escasez de sus frutos, vuelta a
su estado agreste, seco, duro y descarnado.
Es
un campo mustio, recogido, de secretos escondidos, arrugado por el
tiempo, abandonado al olvido. Campo viejo, campo olvidado, superficie
rizada por los vientos, solar de héroes, frontera de la historia,
lugar de paso y soledad.
Es un campo mustio, recogido, de
secretos escondidos, arrugado por el tiempo, abandonado al olvido.
Campo viejo, campo abandonado, superficie rizada por los vientos,
solar de héroes, frontera de la historia, lugar de paso y soledad.
Un
inmenso azul que se desvanece en todas sus tonalidades, profundo y
cristalino, es manchado por azarosos borrones blanquecinos que se
transfiguran con el paso de la mañana en gris hacia el plomo. Rompen
la diafaneidad del momento cristalino, emborronando el cielo azulado
de espacios claros, grisáceos, que al ser rozados por los rayos
solares relucen rosáseos, cuan aparición ante mis ojos. La quebrada
línea del firmamento delimita este cuadro esplendoroso con ocres y
claridades, tachonado de puntos verdes. Es un campo arrugado, arañado
por el fragor de los vientos, aguijoneado por la fuerza de los
meteoros. Es un espacio para la libertad, la reflexión, la evasión
de la mirada, buscando la siluetas presentidas que por su accidentada
superficie revolotean. Es un espacio dispuesto para seres
extraordinarios, arpías, grifos, tifones, larvas… que aguardan al
viajero para seducirlo y devorarlo. Es una frontera hacia lo
imaginario. Límite de conquista, lugar libre.
El aire translúcido acaricia la costra blanquecina del solar de culturas milenarias, recogida en el sueño de la soledad. Las nubes en el horizonte prometen falsamente su húmedo regalo, mas es solo una quimera, pasarán de largo, o acaso les regalarán algunas migajas de lluvia.
Es un entorno libre, dispuesto a la liberación de las formas para establecer en él los campos de la imaginación. Luz y soledad, ambiente cristalino reseco, y frio, roto por el silbido del viento. Es una isla vacía que separa la Hoya de Baza de las estribaciones de la Sierra de Castril, desde el cual parte el río del mismo nombre para insuflar verdor a sus barrancos, todo más allá de esta isla de vacío.
Desde
la falda de la Sierra se observa el rotundo tajo, lecho del río
Castril, oasis en la nada, desde esta ventana hacia la inmensidad del
Altiplano. La Sierra de Baza al fondo. El tiempo cambia, las nubes
rompen la monotonía de la atmósfera empañando su transparencia. Se
tornan grises, quizá haya suerte y sacien la sed de la tierra.
Los
almendros son ideales para cultivar estos campos, aguantan los
veranos tórridos, soportan las gélidos horas invernales, y
agradecen la escasa lluvia. La almendra es el maná en esta zona
árida, moteada de tachones verdosos en las estribaciones de la
Sierra
Castril
está escondido en una oquedad, danzando las casas en torno al cerro
con su castillo. Calles cuesta abajo, ambiente cerrado en sí mismo,
durmiendo en la cultura de los siglos. Es un bastión del tesón
humano ante la adversidad del clima, que vive volcado hacia su río,
ribera milenaria que fue ya asentamiento de sus antepasados en el
confín de los tiempos.
Tras Castril surge una transformación de la mirada, espejismo al principio, realidad cuando nos internamos en ella. La vegetación se hace frondosa, brava, oscura y densa, sustituyendo a los silfos del páramo por los duendes del bosque. Ocultos miran a los visitantes procedentes del límite desolado. Pero esa es otra historia.
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