En el Quijote se habla de un pintor de
Úbeda llamado Orbaneja, el cuál cuando pintaba un gallo ponía
debajo “este es un gallo” por si el que lo viera lo confundía
con una zorra.
Describe muy bien Cervantes el
problema de algunos pintores con pretensiones mayores a sus
capacidades, que necesitan de un título para poder situar, y
descubrir, lo que se ha pintado.
Existen hoy día muchas exposiciones
en las cuales pesa más el catálogo que la obra, donde el autor no
explica por qué ha pintado, qué ha pintado, y qué quiere que se
comprenda, y a veces deja a la libre inventiva del espectador el
resultado final de la obra. Se introducen en estos juiciosos,
estéticos y cripticos, catálogos o folletos, en sesudas
reflexiones, en citas eruditas, en analogías, en reconstrucciones
ficticias, mas se reduce en su intención, pues no toca ni siquiera
tangencialmente la atención del gran público, quedándose en un
producto de estudio, elogio y autoelogio, de profesores, críticos
timoratos y academicistas. Todos comentan la despersonalización de
la obra, la manejabilidad de la materia, el producto expuesto para
que sea compartido, incorporado, manipulado, festejado e introducido
en la gran trama de la escena del mundo. El arte como participación
y sugerencia.
La pintura es libertad, es técnica,
es lenguaje, expresión rotunda de un estado o realidad. Un cuadro
elaborado con una excelente técnica, una buena conjunción del
color, e incluso con un tema atrayente, si no tiene estilo vivo, se
queda en nada, en mera ilustración, reproducción o producto
comercial aséptico. Se puede haber estudiado una carrera para ser un
pintor, escultor, escritor, actor…, mas si no se tiene la fuerza
del estilo, la garra de la emoción, el poder de suscitar
sensaciones, llámese belleza, inquietud, asombro o reflexión, se es
un mero operario de una cadena de montaje cultural.
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