Rompe la luz la monotonía verde del árbol, abrazándola con pasión, con furia e intensidad, haciendo arder su figura en el verde dorado de su reflejo. Pasión profunda del último arrebato del día, de la claridad que quiere explotar en su triunfo, locura radiante que surge esplendorosa. La retina queda sumida en su imperio, en la locura visual que su imagen provoca, éxtasis del instante, que traslada la mirada fuera del espacio lógico, sólo el Yo y la Luz.
Paseo infinito, camino hacia la noche, acompañado del fulgor desvaído del fuego verde, en su tímida hacia el ocaso. Viaje hacia el final, inabarcable, sin conclusión, sólo calzada, más calzada, no hay término, y mientras, la luz se evade de su impregnación en los árboles, imágenes que marcan el ritmo de la derrota diaria, cuando se aguarda la oscuridad veladora de lo real.
Surge un elegante chispazo visual en el encuentro del instante salvado de la realidad.
Aparición extraordinaria. Dorado suave esparcido en el horizonte, que se impregna en la vegetación, desprendiendo destellos organizados en una cadencia rítmica suave, la cual se difumina felizmente en el gozo pasajero que su presencia provoca.
Claridad que se difumina, en el escenario extraído del tiempo, fuga hacia la intemporalidad, surgida como destello pasajero, resplandor tímido en el momento último de la Luz. Es un encuentro sin continuidad, encuentro con la fantasía, que se deshace en el ritmo de los instantes.
El día declina hacia las tinieblas. En este momento de tránsito conviven ambos universos, el solar y el oscuro, mezclados, interaccionando entre sí, dejando abierto los resquicios hacia espacios etéreos en los que la imaginación es liberada, sueños y melancolías, feliz tranquilidad y despertar de enigmas de la consciencia.
La diafanidad que la luz ofrece se deshace en borrosa visualización, en el silencio que los campos trasmiten.
La luz avisa de su fin, en su extinción gradual, aunque unos rayos quieren escapar a su destino, fundiéndose en el cromatismo de las hojas y tallos, penetrando en su interior, mostrando un resplandor apagado, pues su origen las reclama, para que se una con el disco solar en su ocaso diario.
Ocultos en las sombras anidan los genios de la noche, otean el paso final de la luz, esperando el momento en los que extender su capa oscura, en el fresco penetrante, espacio infinito hacia el mundo misterioso del submundo, cuando lo real se deshace en fantasía.
El Sol se convierte en un sueño pasado, mas su realidad es ahora sueño de esplendores venideros, en la mañana que aguarda. Entra en el inframundo, en su eterno paseo por los abismos sujetos al caos, silencios y olvido.
Su paseo salva, ilumina los recuerdos, recata las ánimas de su exilio terrenal, surgiendo sus sombras en los espacios invisibles de la noche. Tras la montaña muestra su rigueza radiante pasajera, pero no hay que ser pesimistas, el futuro es suyo, siempre suyo, en su eterno retorno hacia el reino del resplandor vivificante del mediodía.
Cae la noche, cantada por los grillos y autillos, rumor permanente en los campos oscuros, compañeros de seres ensoñados. El azul se desvanece, presentando en el momento final la faz de otras realidades inmateriales, más allá del combate eterno entre la luz y las tinieblas.
Es un recuerdo sólo, en la antesala hacia el mundo sensitivo de la noche. Luz ausente, luz cautiva, luz errante, que se escapa del horizonte, asolado el espíritu con su partida, pese a ofrecer el dorado decadente de sus atributos. Cae la luz abatida ante las tinieblas, soledad y recogimiento, toma forma la noche con su presencia.
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