Atardeceres marchitos de diciembre, fríos y anodinos, pero sin embargo entrañables.
En la soledad de un pueblo perdido, ignorado por su importancia, transcurre los momentos, tenues, silenciosos, rápidos, y a veces sentidos perezosos. Todo aquí es estático, súbdito del rey Quietud, centrado en vivir y trabajar, repetir ritos llamados diversiones, y seguir soportando los días.
Unos sueñan con escapar, internarse en la red urbana y su electrizante dinamismo; otros ya resignados, se aferran a los días marcados como guía hacia un futuro indefinido, cuando la vida se apague, confiados en que su transcurrir sea tranquilo y éste llegue lo más atrasado posible.
Unos pocos, vivimos inmersos en un universo oculto, pleno de paz, lleno de sensaciones prístinas, naturaleza en estado puro; la cuál permite descargar adherencias perturbadoras, y rellenar aquellos vacíos dañados por la vida urbana.
Aires reparadores cargados de energía, fuerzas vitales. Fuerza, fuerza, primitiva, descarga de interferencias espirituales, esto es la vida aquí.
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