Una carretera bordea la costa, se dirige al Cabo de Gata, al poblado donde están ubicadas las salinas, lugar detenido en el tiempo, con su iglesia, símbolo y testigo de otra época, de penalidades y carencias, cuando los hombres vivían de acuerdo con su entorno, respetándolo y sin agredirlo. Rectilínea hacia su fin, el Cabo, punto de encuentro que dirige todo a su vera.
Descarnados sus lados, retorcidos por la fuerza de los elementos muestran la bravura del entorno, pureza a punto de fenecer por la impronta de la Historia, que todo arrasa mediante el elemento humano. Este espacio libre, de claridades rotundas, permite sentir el pálpito de la Tierra, llevando a los que en él están a internarse en su universo, distinto a nuestro devenir cotidiano, preso de la atemporalidad y del ritmo candencioso, inundado de haces radiantes múltiples que se abren camino en el campo de apariencia estéril.
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